27-05-2016

Quiero ser artista en La lectora provisoria

Diario intermitente (88)

por Quintín

26 de mayo

En un comentario reciente, Yupi recomienda una entrevista de Mauro Libertella a Luis Chitarroni. Allí se habla de las contratapas de los libros y Chitarroni recuerda que Enrique Pezzoni decía: “si vos escribías una contraportada, tenías que imaginarte el libro que habrías querido leer, no el libro que habías leído.” Y agrega que, muchas veces, Borges y Bioy no se acordaban del libro cuando escribían la contraportada.

Justo en estos días, me puse a leer un libro cuya contratapa está escrita por Chitarroni (el dice “contraportada” y supongo que es lo correcto, pero a mí me suena a jerga editorial). Se trata de Quiero ser artista de Pablo Otonello, de la editorial Tenemos las Máquinas (que se llama así porque los dueños tienen una imprenta). Había comprado varios libros de la colección y luego me encontré un día con Julieta Mortati, una de las responsables, que me regaló un par de libros más.

En el texto de Chitarroni no hay demasiadas pruebas de que lo haya leído. Supongo que no es grave, ya que a cualquier escritor joven le conviene que Chitarroni le escriba la contratapa, y que allí diga que es un artista y que el libro merecería ser aprendido de memoria como en Farenheit 451. De todos modos, cada vez me cuesta más entender lo que escribe Chitarroni y esta me resulta otra de sus intervenciones ininteligibles.

Quiero ser artista consiste en seis relatos emparentados. Todos están escritos en primera persona y si bien el narrador no es necesariamente un doble de Otonello, ninguno desmiente los datos de la breve biografía que acompaña el libro, según la cual nació en Buenos Aires en 1983, es escritor, director cinematográfico y politólogo y trabaja como guionista. El (no tan) variable personaje tiene su edad aproximada y cuando se menciona su trabajo suele estar relacionado con la industria audiovisual. Incluso, en dos de los cuentos tiene una esposa que se llama Valeria. Pero la característica principal es que la prosa de Otonello está sumergida en una densa sordidez costumbrista cuyo sujeto es una clase media profesional porteña a la que Otonello retrata simultáneamente con sensación de asco y con la certeza de un destino inevitable.

Un matrimonio de padres médicos destruidos por el narcisismo que maleduca a sus hijos, el marido de una azafata que sospecha que ella lo engaña a bordo de los aviones, el empleado que besuquea a una compañera de trabajo en una fiesta y piensa en su mujer próxima a parir, un porteño que compra crema en un pueblo y frente a la empleada que lo atiende tiene culpa ideológica por su origen:

No quise acentuar algo que ya me incomodaba y que estaba cifrado en cómo ella ocupaba su lugar nítido en la cadena productiva —la producción de alimentos, la venta, el trato amable con los vecinos— y como yo, en vez, escribía diálogos en malas series de televisión argentina.

El relato que da nombre al libro describe una visita del narrador (cineasta) y su mujer (directora de arte) a Cinecittà. Mientras él se encuentra con Tommy Lee Jones de incógnito, ella se lamenta con otras colegas de que no tiene trabajo. Otonello se burla de ambos y del mundo del cine en general, pero menos del actor de Hollywood que del medio pelo profesional argentino.

De todos modos, hay un cuento en el libro que sobresale y sirve también para describir el horizonte artístico de Otonello. Es el primero, titulado Kovacic y hay en él una idea excelente. Kovacic es un documentalista experimental, que malvive como técnico de la industria del cine, pero es un convencido marxista y tiene una enorme vocación por su trabajo al margen del mainstream. El narrador, en cambio, es un director exitoso de comedias con cierto éxito, pero no tiene la menor inclinación artística y desprecia las películas no comerciales de su amigo por largas y aburridas. Un día, Kovacic hace un descubrimiento a partir del material filmado: el celuloide genera unas bacterias que permiten medir la belleza cinematográfica de cada fotograma (con un índice que el llama “BC”). Con esta base borgeana, se podría haber construido cualquier cuento, pero Otonello elige uno bastante miserable. Por un lado, introduce la disputa por una mujer, la hermana-amante de Otonello, que el narrador termina seduciendo por competencia (incluso tiene el mal gusto de contar detalles que después incluso reaparecerán en otros cuentos: “Acabó dos veces. Me sacó el forro para chupármela. Alina juntó el semen con el índice y se lamió”).

Pero por el otro, Kovacic descubre que las imágenes eróticas generan más “bacterias de la poesía” y, en particular, que los orgasmos (reales e incluso fingidos) aumentan exponencialmente el BC. Entonces se dedica a filmar pornografía, colecciones de escenas de mujeres masturbándose. Después es peor, porque resulta que más BC que en la coitos hay en la muerte y Kovacic empieza a matar pequeños animales, incluso su perro, para demostrar sus hipótesis. Hasta que, finamente, filma su propia muerte para probar su tesis pero también para redondear la visión del cine, del arte y del mundo de Otonello: la gente normal, como sus narradores, son despreciables porque se dedican a ganar dinero con el espectáculo. Pero los artistas son más despreciables aun:freaks dispuestos a todo pero que registran las verdades de la ciencia y lo pagan con la muerte. Otonello despliega así la culpa del politólogo y el guionista junto con el sarcasmo frente a su propia vocación artística. En una prosa que puede imitar a Borges, a Cortázar o a Joyce, que muestra el trabajo arduo del taller literario, Otonello juega a dos puntas entre la decepción romántica y el cinismo craso y parece un escritor que quiere construir una carrera negando que su oficio puede ser noble.