Por Ana Ojeda
Con la excusa de la reciente publicación de Quiero ser artista, charlamos con su autor, Pablo Ottonello, acerca de cine, literatura y otras bacterias.
Encontrar un libro y descubrir un mundo a la vez propio y extrañado, que reconozco y no. Llenarme de intriga y querer continuamente avanzar. Los cuentos que componen Quiero ser artista (Tenemos las máquinas, 2015), primer libro publicado por Pablo Ottonello (Buenos Aires, 1983), engarzan literatura y cine, a caballo de tramas que pivotan en torno a relaciones duales. Dos polos que se atraen y se repelen en partes iguales, tal como queda de manifiesto en “Kovacic”, ingreso al libro y fábula que enfrenta a dos cineastas y sus maneras de entender (y hacer) cine. El narrador, “vendido al mercado”, que vive de su praxis; Kovacic, artista “puro”, que sobrevive apenas, recluido en su búnker, y empeña todos los días de su vida en una búsqueda (a la vez psicótica y poética) de la materialidad de la poesía. “Quiero ser artista”, cuento que presta su título a la compilación, convoca dos líneas narrativas, la del narrador, que se encuentra inopinadamente con Tommy Lee Jones en el transcurso de una visita guiada a Cinecittà y la de Valeria, su mujer, directora de Arte, en conversación con Olga (colega amiga), ambas hastiadas de bregar contra dificultades laborales que, de nuevo, enfrentan arte “puro” y del otro. “Amalia”, cuento que cierra el libro y, junto con el primero, compone lo más alto del volumen, disecciona la vida cotidiana de una familia arrasada por las maneras-de-ser con que el neoliberalismo sedujo durante los noventa a la clase media alta local.
Quiero ser artista es un muestreo de la versatilidad de Pablo Ottonello, que se anima a experimentar con la puntuación, las tramas, los personajes, sin perder nunca un humor fino, leve, que sobrevuela la desgracia –alguna módica, alguna final– de sus personajes. La edición de Tenemos las máquinas, sencillamente hermosa, hace de la lectura, de por sí entretenida, una experiencia estética total.
Ana Ojeda (AO): El primer cuento de tu libro me pareció redondo perfecto. Leí en la contratapa que estudiás/ sos cineasta. ¿Encontrar dónde estriba/ qué es la poesía/ lo poético es una preocupación para vos? ¿Entendés esa búsqueda como el fin último del arte, más allá de la disciplina que uno practique?
Pablo Ottonello (PO): Me intriga pensar qué es la poesía o qué es lo poético. Hay definiciones que pueden orientar. Empecé a leer poesía hace relativamente poco, con Pedro Mairal y Alejandro Crotto, que dirigen un grupo de lectura. Trato de escribirla como un ejercicio para la prosa.
No sé si es una preocupación, más bien una intriga. Buscar lo poético me parece una utopía fantástica y también indefinible. Siempre escribí e hice talleres, pero me formé en la universidad como politólogo y después como cineasta. Filmé mis cosas durante un tiempo, trabajé en varias películas y ahora mi rol en el cine es más bien como guionista, que es una buena manera de hermanarse con la literatura. No sé cuál es el fin último del arte, quizás la belleza, la sanación, ¿no? No tengo idea. Más allá de las disciplinas, hay una poética en el artista, una forma de relacionarse con el medio expresivo que se elige. También, cuando era más joven, me dediqué a la música antes de pasar al cine y a la literatura. En el medio hice un taller de guión con Pablo Solarz y el mítico curso de dramaturgia de Mauricio Kartun, que es redención pura. Entonces, conozco más de una disciplina y cada vez veo con más claridad que en realidad es todo lo mismo. Varía el ritmo, algún matiz, la plástica, pero es todo parte de lo mismo. Y si no es así, por lo menos suena lindo.
El último cuento, “Amalia”, me encantó. Sentí que era extracto de una narrativa que podría extenderse (como en los perfumes). No hay teleología y presenta un puñado de personajes que navegan desamparados en un presente sin horizonte. Para mí es una recopilación contundente de la década de los noventa (o de la sensación que esa década dejó en mí subconsciente). ¿Te importaba que esa familia fuera símbolo de algo que la excede?
No lo pensé de antemano, pero recibí la muy grata sorpresa de que el cuento despertaba una lectura de los noventa, que es la década en la que me crié. En ese sentido, la historia de una familia disfuncional en esa Buenos Aires de los electrodomésticos importados y las calzas compradas en Miami es algo que conocí de cerca pero que también pasó en ciertos sectores de la sociedad. No pensé en símbolos, sino en esa deriva de seres sueltos. Pensé contar cómo puede haber dolor y crueldad cuando no hay sufrimiento material. El drama, no sé si lo dijo Tolstoi o Santiago Llach, está entre las cuatro paredes de nuestra habitación. O dentro del cráneo.
El cine sobrevuela todo el libro. ¿Pensás la literatura desde el cine, en qué sentido?
No pienso la literatura desde el cine, pero le robo cosas. A veces le robo temas, a veces le robo tecnicismos. A veces me permito contar historias sobre cineastas que usan lentes específicos, que uso y conozco perfectamente, para construir literariamente el mundo del cine. A veces trato de narrar desde lo visual con esa parquedad que tienen los guiones, aunque el lenguaje –que es puro fungi– termina por meterse a decorar.
La cosa inapelable de la imagen cinematográfica te enseña a mirar. Llevar eso al momento de escribir es un proceso interesante. Aunque el lenguaje escrito, la música verbal, no tiene una relación directa con el cine. ¿Cómo se filma el Ulises, que es puro derrape verbal, pura poesía?
La imprecisión del lenguaje escrito puede ser una desventaja respecto del cine, que tiene la posibilidad de jugar a ser, como decía, inapelable. Pero también, la construcción de una dispersión, de un tempo, de una descripción más inmaterial y llena de matices e imágenes verbales que no se pueden ver; esa manera de insinuar, ese comportamiento como de ser fragancia que tiene el lenguaje escrito lo hace esquivo, sensual, impreciso, ineficiente, hermoso. Creo que es justo decir que son cosas distintas.
Disfruté mucho de la cocina del cine que hay en varios cuentos. Los problemas de desempleo de las directoras de Arte, el enfrentamiento cine comercial/ cine autoral. ¿Vivís estos conflictos también en la literatura, te parece un ambiente más amigable, menos amigable que el del cine? ¿No vivís ningún tipo de conflicto en tu quehacer artístico?
Los últimos siete años viví del cine y me las arreglé para filmar y escribir en los ratos libres. El riesgo fue el agotamiento físico y mental. Cuando entendí que los rodajes me dejaban inutilizado, y que eso se metía en mi trabajo como escritor, me volqué a una actividad dentro del cine que me permitió manejar un poco mejor mis tiempos. Los rodajes son hermosos y dementes, pero es difícil volver a tu casa después de filmar quince horas y sentarte a escribir un capítulo de un libro. Yo lo resolví corriéndome un poco de los sets de filmación y volviéndome guionista, que fue una decisión acertada, aunque ser buen guionista es dificilísimo.
Por cómo se fueron dando las cosas, el ambiente literario en el que me metí fue un espacio de enorme generosidad entre compañeros y amigos escritores. Quizás porque no lo viví como un medio de subsistencia, si no como un lugar de juego y exploración. Y ahora vivo en Iowa City, que es una especie de utopía para escritores.
¿Éste es tu primer libro o tu primer libro de cuentos? ¿Tenés algo más escrito? ¿Cómo llegó Quiero ser un artista a Tenemos las máquinas? ¿Cómo fue el proceso de escritura? ¿Y el de publicación?
Quiero ser Artista es mi primer libro publicado. Tengo siete novelas inéditas (una de las cuáles está en proceso de publicación) y otro libro de cuentos terminado. Ah, también le escribo cartas a Mark Zuckerberg en Facebook, que me sirven como crónica que ojalá alguna vez pueda compilar.
Tenemos las Máquinas había publicado a Damián Tullio y a Martín Wilson, que son amigos. Así llegué. Los cuentos los escribí en los últimos años y varios de ellos los corregí y edité con Santiago Llach, que me apadrinó. Julieta Mortati, la editora de la compilación, hizo la selección final y le dio una temática que –quizás– podría ser el cine. La editorial me encanta.