Magalí Etchebarne: “No conozco a nadie que no pueda sentirse atraído por un cuento”
Por Valeria Tentoni.
La ganadora del Premio Narrativa Breve Ribera del Duero también acaba de ser elegida para la Residencia Literaria Finestres.
Magalí Etchebarne acaba de volver de España, hasta donde fue para recibir el Premio Narrativa Breve Ribera del Duero con el que se alzó entre 1135 postulantes. Pero, además de hacerse del galardón que distinguiera antes a escritoras como Samanta Schweblin, Etchebarne acaba de ser elegida para la prestigiosa Residencia Literaria Finestres. “Tiempo para escribir”, festejó, y mientras espera ese turno tiene mucho que celebrar con lo ya escrito.
El manuscrito bautizado originalmente La madre, el trabajo, la muerte, el amor se destacó entre los de las demás finalistas del Ribera del Duero: la peruana Katya Adaui, la mexicana Dahlia de la Cerda, la española Nuria Labari y la uruguaya Fernanda Trías. Ahora, con nuevo nombre, Una vida por delante saldrá a la venta simultáneamente en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, España, México y Uruguay en mayo y con Páginas de Espuma.
Autora del libro de cuentos Los mejores días (Tenemos las máquinas, 2017) y del libro de poemas Cómo cocinar un lobo (2023), Etchebarne nació en Remedios de Escalada, Provincia de Buenos Aires, en 1983. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y trabaja como editora en Penguin Random House.
Tu libro nuevo es ganador del Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero, ¿qué podés contarnos de ese material?
Se trata de cuatro relatos largos o, al menos, más extensos que los cuentos que formaron parte de mi primer libro, Los mejores días. Durante la escritura fui incluyendo capas, aparecieron digresiones, como si los nudos centrales soltaran gajos y se ramificaran. Estuve trabajando con esos textos de forma bastante desordenada durante varios años y, cuando se me ocurrió presentarme al concurso, comencé a pensarlos como una unidad. Elegí esos y descarté otros. Lo que tenía más claro es que fueran solo cuatro relatos, que guardaran una relación entre sí, que algunos elementos viajaran de un cuento a otro. Pero más allá de esas marcas en particular, intenté crear una familiaridad por el clima, el ánimo. En todos hay personajes atravesados por el dolor, personajes que están incómodos, enfermos, en tensión, pero también quería desdramatizar, insertar pequeños desvíos para que lo triste no asfixie.
¿Qué podés contarnos de la terna de escritoras finalistas? ¿Te sentís parte de algún tipo de generación?
Fue espectacular llegar a la final con estas escritoras, Katya Adaui, Fernanda Trías, Nuria Labari y Dahlia de la Cerda, autoras que admiro y he leído. Creo que una escribe dialogando sin proponérselo con quienes están escribiendo a la par, pero también y, sobre todo, intentando dialogar con quienes ya no están. Después, si uno forma parte de una generación, o formó parte de algo, será producto de una lectura muy posterior, una lectura que pueda hacer alguien del futuro si lo que escribo sobrevive.
¿Cómo fue mantener inédito un material a la espera del concurso, qué le agrega de vértigo a la situación?
Conocía el premio, leí libros ganadores, me parecía remota la posibilidad de ganar cuando, después de enviarlo, leí la cantidad de manuscritos que se habían presentado. Pero, de cualquier forma, ya tenía ahí algo terminado y para cualquiera que escribe eso ya es una línea de llegada. Mientras esperaba seguí editando, digamos que no lo dejé descansar. Me olvidé un poco hasta que me avisaron que era finalista, entonces la posibilidad de ganar se volvió más real. Algo que me interesaba mucho por el premio económico y por la posibilidad de que me publique Páginas de espuma.
La madre, el trabajo, la muerte, el amor: el título original del libro podría operar también como un apunte de algunos de los temas que más ocupan tu escritura, ¿no? ¿Qué podés decirnos de ese universo de sentidos?
Cuando presenté el manuscrito lo nombré así, con esa enumeración de temas porque, como decís, me di cuenta de que eran los que sonaban fuerte en todos los relatos pero que también estaban en lo que había publicado antes y en lo que escribo en general. Me dije, me estoy repitiendo, ¿esta es mi debilidad? Puede ser. Decidí tomar eso y hacerme cargo de que los temas regresan una y otra vez, a veces con más o menos fuerza, o con más sordidez que antes, pero que no los podía evitar. No quise evitarlos, diría. Pensé que la forma de batallar contra la reiteración no era negarla, sino transformarla en lo que motoriza y me sienta a escribir, poner esos temas en primer plano y construir sí formas nuevas. El trabajo, la muerte, la madre, el amor son los temas que aparecen en primer plano, uno u otro con más preponderancia en cada uno, pero todos, de alguna manera, entrelazados entre sí, viajan subterráneamente de relato a relato. Ahora el titulo cambió, se llama La vida por delante que originalmente era el título del segundo cuento.
Hace poco se publicó tu primer libro de poemas, Cómo cocinar un lobo: también allí te adentrás en temas familiares, vinculares, duelos. ¿Qué podés contarnos del proceso de escritura de este libro? ¿Cómo los corregiste? ¿Quiénes son tus referentes en poesía, qué autores o autoras guiaron esta exploración?
Empezaron siendo notas, entradas de un diario. No creo ser poeta, así que si bien soy lectora de poesía entiendo que quizás hay zonas de la escritura poética a la que no accedo, pero encontré en los poemas cierta opacidad, cierta danza del sentido y una fragmentación que me resultó la forma ideal para narrar la muerte y la pérdida. Vaciar una casa y tirar las pertenencias de mis padres, asistir a la senilidad de alguien que amaba, manipular el cuerpo de una madre muerta para vestirla, experiencias que no pude escribir de forma más transparente. Me sirvió leer a Adelia Prado, a Estela Figueroa, Sharon Olds, obviamente porque trabaja con el dolor de una forma majestuosa, a Michael Hamburger que es un poeta que me gusta mucho, brillante. Leí tarde, porque ya había editado los poemas, el libro de Tamara Kamenszain, El eco de mi madre. Fue bueno cruzármelo al final del proceso porque antes me habría inhibido. Y durante la escritura usé como amuleto ese poema de Juana Bignozzi que se llama “La poesía es la palabra de la muerte”: “no la niega le da sonido/habla con ella”. También durante esa exploración tuve en la cabeza el libro No he salido de mi noche de Annie Ernaux, que no es poesía, pero que es un texto que me hubiese gustado escribir. Y me sirvió mucho Diario de duelo de Barthes. Cuando decidí reunir lo que tenía se lo di a leer a Paula Peyseré que fue quien me ayudó a pensar el tema, a descartar los poemas que tenían otro tono, otra voz. Me alentó a quedarme con los que rondaban la muerte, trabajar sobre esos, escribir nuevos. Después, lo leyeron Flor Monfort y Marina Mariasch que sobre el final me ayudaron a afinar muchos detalles importantes.
Cómo cocinar un lobo se publicó en la misma editorial que lanzó tu primer libro de cuentos, Tenemos las máquinas: ¿por qué decidiste continuar en el mismo sello, qué te interesa como autora de esa continuidad?
Tenemos las máquinas es la primera editorial que confió y miró lo que tenía guardado en mi computadora, fue casi idea de Julieta Mortati, la editora, armar Los mejores días. Fue ella quien, como una buena amiga, insistió para reunir algunos cuentos que yo le había leído y, con la oportunidad que en su momento le dio el Fondo Nacional de las Artes, pudo acceder a un fondo para imprimir tres títulos, el de Adriana Riva, el de Cecilia Palmeiro y el mío. Cómo cocinar un lobo era un material mucho más íntimo que esos cuentos, más personal, y me pareció que no había nadie mejor para tocar eso que Julieta. Trabajé esos poemas, como decía antes, con Paula Peyseré, pero fue Julieta la que articuló ese libro, quien tuvo la idea de las ilustraciones, todo. Durante la pandemia ella y yo vivimos casi juntas, un arriba de la otra en dos casas como espejadas, así que solo bajé los poemas hasta su cocina, los leímos y lo armamos. Que el librito tuviera ese espíritu fue clave. Hubo algo doméstico, muy íntimo y de mucha confidencia en el proceso. Quería que quedara en casa.
Los mejores días fue publicado en 2017 y te inició en librerías con cuentos: ¿qué te atrae de este género?
No conozco a nadie que no pueda sentirse atraído por un cuento, es casi siempre lo primero que nos leen en la infancia y es también la forma en la que circula la historia de una familia en el interior de una casa. Para mí es un género magnífico, contundente desde el vamos por su forma, por breve y rotundo, pequeño y profundo. Mi papá se la pasaba contándome cuentos, me desesperaba que se fuera por las ramas, que la hiciera larga, le decía yo, pero no hubiera podido dejar de prestar atención.
¿Qué buscás producir en quienes te leen cuando escribís un cuento? ¿Y qué esperás de un cuento como lectora?
Me gusta leer y releer cuentistas, ver cómo hacen lo que hacen. Si busco algo cuando escribo es producir lo que yo disfruto al leer, alguna emoción, desajuste, reflexión, y al mismo tiempo escuchar la música del otro. Creo que eso es lo que más me pesa a la hora de leer o recordar algo, sentir que estuve siguiendo el ritmo del otro por un rato. Querer volver ahí, escuchar esa canción otra vez.
Trabajás como editora diseñando colecciones en las que muchas veces se inician escritoras noveles. ¿Qué podés contarnos de este trabajo?
En agosto de este año voy a cumplir diez años trabajando en la editorial. Es un trabajo que disfruto y que cada vez se complejiza más y más me gusta. Se trata de encontrar voces, estilos, universos. Y también implica hablar mucho con personas, acompañarlas, escucharlas, sugerir, es un trabajo en el que aprendo todo el tiempo.
¿Qué buscás en un libro cuando decidís publicarlo?
Cuando un manuscrito me interesa casi siempre tiene que ver con una voz y un mundo que me resultan muy propios del otro. Quien narra te está invitando a conocer y mirar lo mismo de siempre, pero a su manera. Esa otra forma me tiene que incomodar, interpelar, despabilar o molestar, incluso.
¿Cómo te iniciaste en el mundo de la edición? ¿Cómo se lleva con tus tiempos de escritora?
Hace muchos años comencé haciendo informes de lectura para Glenda Vieites. Los lectores leen manuscritos, presentan informes, y acompañan la lectura que ha hecho el editor. Me acuerdo de ir a lo que en ese momento era “la casita” de Sudamericana. Estaban Florencia Cambariere y Glenda juntas en una oficina, al lado había otra chiquita toda desordenada de Chitarroni. Después hice algunas ediciones y un día Florencia necesitaba una editora para trabajar con ella y me presenté. Me cambió la vida porque yo estaba por irme a vivir afuera, siguiendo a un novio. Así que me quedé, entré a trabajar en la editorial y acá estoy, encontré mi vocación. En el camino aprendí mucho, me apasioné más. Hace poco alguien me preguntó si editar interfería en mi escritura. Cuando edito ayudo a alguien a ordenar un pequeño caos, o a iluminar zonas. Después apago esa luz, o me alejo de ahí y vuelvo a lo mío, claro que muchas veces me quedo pensado en el texto del otro. Pero es lo mismo que nos pasa a todos como lectores, lo que leímos interfiere en nuestra vida y para eso leemos, para que de alguna manera nos la cambie.
¿Por qué escribís?
Porque intento imitar lo que disfruto, que es leer. Sobre todas las cosas escribir me saca del aburrimiento, de la monotonía, me obliga a pensar más, a intentar pensar mejor. Es un espacio tiempo muy secreto, muy íntimo, en el que tengo mucho poder y nunca tengo miedo. Y si tengo miedo lo estrujo hasta que suene de alguna manera. Cuando escribo me parece que no existe el para qué, que es bastante inútil, y eso me resulta fantástico.
¿Y cómo empezó? ¿Cuál es tu primer recuerdo de escritora?
La primera vez que me senté a escribir fue por un concurso. Mi mamá, que había visto que me gustaba leer, también exagerar y escribir cositas me anotó en un concurso literario del Periódico La Idea, una publicación quincenal de mi barrio. Era un concurso para chicos, yo tenía once años. Escribí un cuento sobre una nena que era atrapada por un libro y pasaba a otra dimensión. Gané el concurso. Al año siguiente, volví a participar, volví a ganar, entonces se apoderó de mí la inseguridad, y quizás la sensatez, y le dije a mi mamá que no me anotaría nunca más porque era evidente que no estaba participando nadie, no podía ser que yo ganara dos veces seguidas. Pero seguí escribiendo. Le mandaba unas cartas dramáticas a una amiga que se había ido a vivir a un pueblo a cien kilómetros, pero para mí era como si se hubiera ido a la guerra, llevaba diarios íntimos, escribía cuentos.
¿Y el último, el más reciente?
El ultimo recuerdo que tengo es el de lo que hago cada día en los ratos que encuentro, como anoche antes de acostarme. Escribir cuando puedo.