El libro de cuentos Las chicas no lloran supuso, hace unos años, el debut literario de Olivia Gallo. Publicado por Tenemos las Máquinas y Alpha Decay en España, las historias retrataban, de manera involuntaria, un fresco generacional cuyo pasaje a la adultez es vivido como un dilema identitario. Si la adultez, para varias generaciones anteriores, fue una imposición social, la vida contemporánea parece retrasar, cada vez más, el mundo de las decisiones adultas al punto tal de que vivimos bajo el imperativo de ser jóvenes por siempre. Pero a Gallo no le interesaban esos conflictos, sino que, con una voz sabia y nostálgica, narraba, en sus relatos (siguiendo la línea de Katherine Mansfield y Raymond Carver), cómo los cambios abren una grieta en el interior de los personajes y cómo esa grieta, cuando se sutura, crea relatos.
Mientras avanza el relato, el clima se enrarece. Lo que parece sacado de una postal se vuelve ligeramente hostil y amenazador. La voz que narra restituye la historia entre Catalina y Juan, la historia de la pareja revela momentos de disonancia y tensión, esas pequeñas concesiones que con el tiempo se vuelven una carga. El mundo de Juan que en un momento fue atractivo para Catalina, puesto en contexto, revela una doblez; la historia, el relato de Juan sobre sí mismo en la ciudad, adquiere, en su lugar de origen, un matiz distinto que lo distancia de Catalina: “(ella) sentía que llegar a conocer bien a una persona era como resolver un problema, uno que nunca se resuelve aunque a veces pudiera parecer que sí.” Las historias que los enamorados arman sobre sí mismos encuentran siempre un punto de quiebre. Lo que se deja entrever es la fragilidad narrativa que los une, ese lenguaje en común que toda pareja funda cuando establece un vínculo. La distancia entre ambos se vuelve más porosa, y Catalina teje, con su mirada, un clima de asfixia y amenaza que no termina por explotar pero acecha y cría monstruos. Dice la voz que narra: “¿Con cuántos fantasmas se podía convivir? Porque el amor hace eso, pensó. El amor transforma a la gente en fantasmas.”
Gallo juega con varios elementos en la novela. El simbolismo se despliega a lo largo del texto. No son los hechos lo que hacen avanzar la acción (su concatenación lógica) sino la impresión siempre borrosa que los hechos tienen sobre Catalina. Lo que el personaje vive es una suspensión del tiempo, y es el tiempo discurrido lo que le permite empañar el nuevo mundo que habita. El clima de la novela se vuelve terrorífico y gótico, como en un cuento para chicos de los hermanos Grimm. La forma de la fábula está ahí; el bosque, la mujer sola en una casa (como una bruja) en su casa, el hombre perdido (castrado), la inminencia de la noche como un espacio de descubrimiento y enrarecimiento, los dulces que parecen pócimas hasta convertirse en venenos y los animales (hay varios conejos que para las fábulas tienen siempre un significado), todos esos elementos actúan para crear esa impresión de realidad que el narrador hace en Catalina y por añadidura con el lector. Gallo logra un pequeño milagro literario: que la novela se sostenga sobre una sucesión de imágenes simbólicas sin perder nunca el ritmo ni develar el misterio de lo que cuenta.