«Tenía la necesidad de escribir y registrar esa explosión que había pasado en mi vida», cuenta a La Primera Piedra la escritora y editora Magalí Etchebarne. En su último libro, Cómo Cocinar un lobo (Tenemos las máquinas, 2023), recorre, a través de distintos poemas, lo que implica vaciar una casa luego de la muerte de los padres. Una suerte de inventario poético con el que se acerca a la infancia. (Foto: Eugenia Kais)
Magalí Etchebarne nació en Buenos Aires, en 1983. Estudió Letras en la UBA y trabaja como editora. Publicó relatos en revistas literarias y antologías, y el libro de cuentos Los mejores días (Tenemos las Máquinas, 2017; Las afueras, España, 2019).
— Acabás de publicar “Cómo cocinar un lobo”, ¿cómo nació el libro? ¿Qué te motivó a escribirlo teniendo en cuenta que tiene un recorrido muy íntimo?
— Creo que nunca me senté a escribir este libro, sino que ya tenía algunos poemas anteriores. De hecho, el poema que se llama “este año”, que está en el medio del libro, lo escribí en el 2015, cuando mi mamá se enfermó y había sido un año horroroso. No todos los poemas tienen que haber sido escritos y reunidos en un momento de tu vida. Ya tenía muchas cosas escritas, entonces lo primero que hice fue ir a buscar el diario, esos fragmentos, y ver qué podía hacer en relación a este eje. Después fui trabajando con Paula Peyseré; le acerqué todos los poemas que tenía y ella me dijo que el centro era la muerte de mis padres. Parecía que era lo que más quería contar. Entonces empecé a ordenar eso.
— ¿Por qué elegiste la poesía como género para escribirlo? ¿Tiene que ver con esta cuestión fragmentaria de la que hablábamos?
— Cuando murieron mis padres, un librero que es amigo mío me dijo que, cuando se murió su mamá, fue a revisar sus cosas y apareció de todo: había cartas, una historia de ella con otra persona, un diario… A mí me pareció espectacular y creí que iba a encontrar de todo. Y había de todo pero no había nada. Había una cantidad enorme de cosas, mi papá era acumulador, tenía boletos, recibos, herramientas de mi abuelo.
«La poesía tiene esos bordes por momentos un poco opacos, se suspende el entendimiento. Me estás contando algo y de repente el poema te lo deja de contar. Y a mí, esa pérdida del sentido, ese balbuceo, me venía bien para esto que me resultaba en principio una experiencia que no la tenía tan ordenada».
— Además de pájaros…
— Pájaros, el alimento para los pájaros y un cuarto lleno de cosas para pájaros, desde anillitos para las patitas hasta jaulas, tramperas, llamadores. Me pregunté qué hacer con todo eso y ahí entendí que esa es la muerte de los padres. A veces es algo muy difícil de agarrar, me abrumaba la idea de narrarlo, no podía hacerlo de una forma ordenada. No quiere decir que no tenga escritas cosas más narrativas en relación a la muerte, quizá algo más autobiográfico. Estos poemas tienen mucho de autobiográfico, no hubiera podido hacerlo de otra manera. Es la forma en la que me sentí más protegida. La poesía tiene esos bordes, por momentos un poco opacos, donde se suspende el entendimiento. Me estás contando algo y de repente el poema te lo deja de contar. Y a mí, esa pérdida del sentido, ese balbuceo, me venía bien para esto que me resultaba en principio una experiencia que no la tenía tan ordenada. Justo el otro día leía una cosa de Tamara Kamenszain que hablaba de la poesía y de la suspensión del sentido y de la claridad y decía que la poesía es de por sí un género melancólico que siempre esta hablándole a un objeto perdido. Los primeros poemas que uno escribe siempre son de amor o desamor.
— En tus poemas describís lo que implica vaciar una casa, los rastros que quedan de la infancia, los objetos que se tienen que sacar, los que indefectiblemente quedan ahí y el peso que esto representa. ¿Hay también, para vos, algo de eso en la escritura?
— Sí, quería registrar lo que habían dejado. Mi fantasía era hacer una suerte de inventario sobre todo. Un inventario inútil, porque lo que me habían dejado era, en su mayoría recuerdos, papeles inútiles. La casa donde vivieron la construyó mi abuelo en Remedios de Escalada y ahí vivieron mis abuelos, mi padre cuando era chico y nosotros. Es la casa de toda la familia, por eso tenía millones de cosas. Lo que heredé fueron los restos de una vida común y corriente. Después, cuando quise registrarlo, no me salía, me parecía una tarea inabordable, porque era mucha la cantidad de cosas. Creo que lo que quedó fue la punta de todo eso, como si fuese una enumeración. Supongo que ese inventario está en mi cabeza e irá apareciendo.
Tenía la necesidad de escribir y registrar esa explosión que había pasado en mi vida. Mi papá era además un hombre muy particular, porque era un contador de cuentos, de esos que se sientan y están horas hablando. Cuando él murió pensé que yo tenía que hacer: registrar y contar.
— En uno de los poemas planteás que, cuando tu papá murió, las palabras se ordenaron y, en cambio, cuando tu mamá murió volviste a estar sin lenguaje. Algo parecido describe Marina Mariasch en su último libro Efectos personales (Emecé, 2022) con la muerte de su madre, al decir que el lenguaje se desarticuló. ¿Creés que hay algo de la pérdida del lenguaje que se conjuga con la pérdida de un ser querido?
— Creo que sí. No perdí el habla pero me pareció que había una suerte de ausencia de sentido. Cuando mi papá murió, me asusté mucho. Era un hombre muy grande, de otro siglo, una de esas masculinidades que son pura presencia y seguridad. Nunca va a pasarte nada al lado de tu papá. Cuando él se murió, pensé que eso se había acabado, que nunca nadie volvería a estar para mí cuidándome así. Entonces me puse a la defensiva con la vida, empecé a escribir y a llevar ese diario de manera más activa. Ahí fue cuando hice la lista de cosas que dejó y que aparecen en el libro. Tenía la necesidad de escribir y registrar esa explosión que había pasado en mi vida. Mi papá era además un hombre muy particular, porque era un contador de cuentos, de esos que se sientan y están horas hablando. Cuando él murió pensé que yo tenía que hacer: registrar y contar. Cuando murió mi mamá, me despegué de la tierra por un instante. Por un lado es pura libertad y, por el otro, es triste saber que nadie te va a amar así. Pero sí hubo algo de quedarme sin palabras; intentar contar esto implicaba pensar de qué manera y quizás por eso la poesía fue la forma. Marina lo dice mejor, habla de un lenguaje nuevo, de una nueva manera de contar la vida.
— En tu primer libro Los mejores días (Tenemos las máquinas, 2017) hay algo que motoriza los cuentos que tiene que ver con la memoria, con el recuerdo. En este nuevo libro también hay una constante con la memoria.
— Sí, creo que es algo que me obsesiona y en lo que pienso todo el tiempo: la idea del pasado como una cosa que está ahí constantemente con vos. Es la ventana por la que mirás siempre, me vuelve loca la idea de pensar dónde están las cosas que pasaron. Algo similar a cuando miras una foto y decís: «Esto es imposible que no exista mas». No solo las personas que están en las fotos, sino todo ese momento entero. Me obsesiona la velocidad del tiempo, la idea de lo que ya pasó. El tiempo es una capa que está debajo de esta y después de otra y, en algún lado, está la memoria. Cuando yo veía a mi madre envejecer y que estaba por morir, veía que, en la vejez, hay algo en la mente que se abre, recuerdos que aparecen y que son muy anteriores y muy de la infancia, que durante años estuvieron un poco tapados y que aparecen en los momentos finales.
— Hay un libro de Sylvia Molly que se llama Desarticulaciones, una suerte de diario sobre el alzheimer de una ex pareja que escribió con la necesidad de sentirse más cerca de ella. ¿Te pasó algo similar? ¿Esa necesidad de escribir como puente para una cercanía que no tiene que ver sólo con lo físico?
— Sí, siento que tiene que ver con eso. No voy al cementerio, no me gusta, pienso que no tiene nada que ver con ellos. Preferiría ir a su casa, pero también me daría mucha tristeza visitarla todo el tiempo entonces mi única manera de prenderle una vela a mis padres o ponerles una flor es hacer esto, escribir unos poemas. Creo que también, de forma egoísta, es decir «Basta», no querer clausurar un sentimiento, pero sí poder decir «En estos años pude hacer esto» y listo, poder cambiar de tema. Poder decir sobre esto, sobre sus muertes, ya no quiero pensar más.
— A la hora de escribir, ¿tenés alguna rutina?
— No tengo rutina, soy un desastre. Me gustaría tener mayor disciplina y poder dedicarle más tiempo, también es verdad que te digo esto pero, las veces que tuve más tiempo, tampoco lo aproveché, con lo cual creo que es una cuestión de voluntad, convicción y sentarte. Ahora me empiezo a dar cuenta que, quizás, esto de reunir cosas para convertirse en libros son cuestiones que terminan pasando a pesar de mi poca seriedad para ordenar.
— Leí en una nota que te hizo Walter Lezcano hace algunos años que tu primer libro fue el de Jorge Asís Flores robadas en los jardines de Quilmes. ¿Qué recordás de tus primeras lecturas, del acercamiento a la literatura?
— Es verdad, porque fue el primer libro de adultos que robé. Mi mamá tenía esta peculiaridad que aparece mencionada en los poemas de ser muy lectora y esconder los libros. Un día le robé ese. Era muy chica, no entendía nada, por ejemplo no sabía lo que significaba «burgueses», entonces en la página final del libro, me iba anotando las palabras que no entendía y las buscaba después en el diccionario para saber qué significaban.
— ¿Y te acordás de algún otro libro?
— Un poco más grande flasheé mucho con Sobre héroes y tumbas de Sábato, que leí y releí en mi adolescencia. Después leí El túnel. Pienso también en Cortázar, en Borges, que eran los libros que estaban en mi casa y los clásicos que mi mamá tenía.
Me gustaría volver a sentir eso que te pasa en las primeras lecturas, donde es mucho más que un libro, es otro planeta, como una droga. Es mágico eso que pasa en la adolescencia cuando descubrís la lectura.
— ¿Tus viejos leían mucho? ¿Había biblioteca en tu casa?
— Mi mamá era lectora y estaba suscrita al círculo de lectores. Llegaban libros todos los meses, pero no había una súper biblioteca en mi casa. En mi adolescencia tenía una tía que es escritora y tenía una pequeña biblioteca. De hecho, de ahí me robé toda una colección de “mis libros” de Hyspamerica, que me vinieron bien cuando estudié Filosofía. Leía Herman Hesse y me fascinaba Siddhartha. Me gustaría volver a sentir eso que te pasa en las primeras lecturas, donde es mucho más que un libro, es otro planeta, como una droga. Es mágico eso que pasa en la adolescencia cuando descubrís la lectura. Yo tampoco era una súper lectora. Sí me pasaba esa cosa de mucho disfrute y de sentir que esa era la rebeldía, leer y alejarme de los demás.
— ¿Qué estás leyendo ahora?
— La carretera de Cormac Mccarthy. Hace poco leí La muerte en sus manosde Otessa Moshfegh y me encantó.
— Además de escritora, sos editora y eso implica tener ese ojo observador para poder trabajar con los textos. ¿Cómo es esa entrada y salida constante desde la edición de la escritura ajena a tus textos propios?
— No me pasa eso de decir ¿y ahora? Creo que pasa por otro lado la lectura, que cuanto más lees más ganas te dan de ir a escribir. Yo también edito muchas cosas donde no todo es ficción, entonces me siguen quedando ganas de terminar el día de trabajo y sentarme a leer un libro. En general en mi trabajo estoy en contacto con textos de todo tipo.
— Por último, ¿qué consejos le darías a alguien que empieza a escribir?
— Que lea. También que vaya a algún taller. Para mí fue re lindo ir a talleres, los hice desde chica, me pareció espectacular encontrar tu círculo de fanáticos como yo y poder ir a hablar de algo que tal vez a mis amigos no les interesaba, porque no lo compartía con ellos. En ese momento forjó mi personalidad. Te ayuda a marcar una identidad y, sobre todo, a intentar escribir como a uno le gusta. En ese intento de imitación aparece la voz propia. Nunca vas a poder imitar a alguien, podés decir «me gustaría escribir como tal», pero el universo que tenés a tu alcance es otro. Una autora irlandesa que me encanta, Claire Keegan, habla de campos y pueblos, no es Palermo, ni Escalada. Mi Irlanda es Remedios de Escalada, entonces seguramente no va a ser igual lo que yo trate de hacer, no se va a parecer y tal vez esa copia fracase, pero en ese fracaso vas encontrando tu propia voz.