En una entrevista reciente, la escritora chilena Cynthia Rimsky afirmaba que, entre las múltiples formas del pensar, a ella le cabía mejor la de pensar escribiendo. Afincada en la Argentina desde hace diez años, tal vez como parte de ese movimiento que se desató con la pandemia y que provocó el exilio interior de muchas personas, se mudó con su método a un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires. General Rivas, Azcuénaga, Espora; el nombre es parte de la trivia en una geografía más o menos semejante: una llanura cooptada por el tejido suelto de las plantas de hojas trifoliadas de la familia de las leguminosas cuya genética modificada permite cultivo y cosecha constante y en la que, como esos islotes de descanso en las parcelas de la siembra, aparecen las personas, los hechos y las situaciones materia de esos cuadros del pensamiento que forman La vuelta al perro. Los ingredientes son mínimos, poco más que dos. Camino rural, observación y motoneta. Una deriva motivada por ese entorno, la cotidianeidad, los paseos y cierto juego filosófico —juego más como inestabilidad en un ensamble que como pasatiempo— desemboca en una prosa que consigue, sin ningún manierismo realista, acercarse discretamente a lo que hay y pasa allí. Instantáneas reveladas con los filtros de la percepción de una escritora que se reconoce como tal, las breves estampas que van sucediéndose como hitos en el mapa de un territorio, de un ambiente o de un ecosistema enhebran vidas, muertes, intrigas, dramas, hombres, mujeres, gallinas y caballos, especies autóctonas o importadas, humores y tormentas casi como lo hacen los días. “ruta 129” es un espacio visitado tres veces, apenas doce kilómetros de asfalto en los que se entreveran una dolencia física —los nervios de una mano operada son impredecibles, dice el cirujano por whatsapp—, los gigantescos camiones que la usan para ahorrarse un peaje, y los pozos y las rajaduras en el pavimento. “sodero”, en escasas once líneas, se gradúa como una entidad excepcional. “panadería”, con la misma brevedad, se impone como un documento indeleble de lo que los primeros días del confinamiento por el covid provocaba en los espíritus de la argentinidad más conspicua. Y “camino negro” recupera una sensualidad perdida, la de las babas del diablo envolviendo nuestros cuerpos. Pero acaso “calle de los oficios” sea esa plaza imaginaria en la que todas las dotes de este ejercicio convergen. En esa viñeta céntrica —para quienes prefieran los alrededores está “calle comercio” y su extraordinario montaje de ponedoras, infarto, el término “agroecológico” y su impacto en los mismos huevos de siempre y su precio— establece que “el viento, la lluvia, la tierra gredosa” son fuerzas indominables; que su acción conjunta y constante sobre una pared, un techo o en el agujero de salida del escape de la salamandra dan paso a una filtración; que conseguir quien la repare parece tan contingente como ganarse la lotería. Como corolario de todo ese periplo, el pensamiento alcanza una suerte de juicio: “Durante todos estos años los oficios intentaron decirme que no hay respuestas lógicas”. De algún modo, ese andamiaje, que involucra también la suelta de dos mil pájaros conservados en jaula como mascotas, nos enseña el pulmón con el que el libro respira, su ritmo. Hinchado por observables de series divergentes, contiguas o superpuestas, exhala enseguida otro continuo que no sigue un camino derecho para alcanzar un objetivo y alterna distintas opciones, como el andar zigzagueante de un paseante engañosamente distraído, más preocupado por oír alguna música en lo incidental que por la monumentalidad de una sinfonía. Parte de la colección Avenida Independencia —“ensayos sobre arte escritos por artistas”—, acompañado por las fotos de María Aramburú —de un foco igual de caprichoso al de los textos—, de frase colorida y duradero efecto empático, La vuelta al perro es una bellísima excursión.
Cynthia Rimsky, La vuelta al perro, Tenemos Las Máquinas, 2022, 118 págs.