10-08-2022

La vuelta al perro en La Agenda por Gonzalo León

Bellezas paganas

 

MESA DE LUZ
El nuevo libro de Cynthia Rimsky está conformado por diferentes tonalidades: hay capítulos (o crónicas, como se prefiera ver) donde prima el relato, sobre todo al comienzo, y que llaman la atención porque no es el tono habitual de esta escritora. Pero también hay otros capítulos donde la narración se condensa y aflora la narrativa más habitual de Cynthia Rimsky, que ha llevado a algunos a emparentarla a la de Sergio Chejfec, es decir una donde hay más reflexión y descripción, donde un hecho puede ser un mundo. Hay además otro registro más poético. Todo esto es La vuelta al perro.
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Por Gonzalo León
 
El título de esta nota surgió naturalmente de la unión del último libro de la escritora trasandina Cynthia Rimsky (La vuelta al perro, publicado por Tenemos las Máquina) y del cuento ‘El monocromo del molinero’ que el artista Fabio Kacero incluyó en su última muestra en galería Ruth Benzacar (El campeón de los fantasmas). El término belleza surgió del cuento de Kacero, del que me ocuparé más adelante, y pagano del libro de Rimsky.
Después de su última novela (El futuro es un lugar extraño, 2016), que está centrada en la realidad chilena de la dictadura y cuya protagonista, años después con la democracia recuperada, intenta reconstruir qué sucedió, no en la realidad, sino en surealidad, lo cierto es que La vuelta al perrocomo libro de no-ficción o de crónicas, en un primer instante, distancia, porque está colocado en el lugar opuesto a esa novela.
El espacio narrativo de La vuelta al perro es el interior de Argentina, pero no sólo el interior, sino el interior del interior al modo del libro de William Gass, En el corazón del corazón del país, que es un conjunto de relatos que aborda lugares perdidos de Estados Unidos, uno en particular, ‘El chico de Pedersen’, por el ambiente extremadamente rural, me recordó este libro de Rimsky. Y el tiempo narrativo, de algún modo, coincide con lo sucedido durante la pandemia, algo que para otro autor o autora sería muy difícil de retratar, pero que en el caso de Rimsky se las arregla bastante bien, porque al no ser ese el principal tema, opera como una especie de fondo, de tiempo de la escritura. Es la escritura la que se ve teñida de pandemia o de virus, y que se vuelve viral, en el sentido de contagiosa.
Y es que esta escritora chilena se contagia de lo que acontece en el pueblo: conoce a sus vecinos, se entera de lo que sucede a su alrededor, describe detalladamente las costumbres, nos muestra quiénes son los que hacen los arreglos de su casa (la historia arranca desde su construcción, pero el libro no es lineal) y cómo se comportan el leñador y su ayudante, la carpintera y el constructor. Podría decirse apresuradamente que Rimsky disecciona la realidad rural, pero me parece que es más correcto decir que disecciona su realidad, lo micro, y en eso un pueblo de trescientos habitantes le viene como anillo al dedo, porque también eso sucede en El futuro es un lugar extraño y con buena parte de su narrativa.
Por ejemplo, cuando por fin encuentra un bar que le gusta en la ciudad lo vincula de inmediato a su experiencia personal como viajera, que en su caso también ha sido su experiencia literaria en varios de sus libros (Poste restante, Ramal): “… me detenía en el último villorrio, donde generalmente encontraba un café o un bar donde alguien habitaba el tiempo como el hombre de papel que encuentro en este almacén”.
César Aira ha dicho más de una vez que el escritor siempre está en el dilema de vivir o escribir: “Escribir es vivir, simplemente, a condición de creer no haber vivido”. Para Aira, escribir conduce a no vivir, de ahí que muchos de sus personajes no tengan una vida rica en aventuras, sino todo lo contrario. Rimsky plantea algo similar, cuando observa que “en los viajes que hice lejos me zarandeaba continuamente la contradicción entre vivir y escribir. Hubiese querido renunciar a la escritura y simplemente vivir”. Pese a ello, la vida de esta escritura puede resumirse en viajes para encontrarse con su mundo; en el afuera, en lo que no es de su esencia y lo que no está en sus dominios, encuentra su subjetividad.
La vuelta al perro, para retomar lo dicho en un inicio, es un libro profano, porque, como explica la misma autora, cuando se puso a estudiar una de las partes de los libros sagrados del judaísmo, se dio cuenta de que la ausencia de autor los volvía “sagrados”, pero “cuando aparece la figura del autor o autora, y echa afuera de la página a los demás escritores, el libro pasa a ser profano”.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, profano también es aquel sujeto que “carece de conocimientos y autoridad en una materia”, y en este sentido habría que concordar que buena parte del libro, que atraviesa por múltiples oficios de los habitantes de ese lugar del interior argentino, también muestra ese significado de profano.
El libro está conformado por diferentes tonalidades: hay capítulos (o crónicas, como se prefiera ver) donde prima el relato, sobre todo al comienzo, y que llaman la atención porque no es el tono habitual de esta escritora. Pero también hay otros capítulos donde la narración se condensa y aflora la narrativa más habitual de Cynthia Rimsky, que ha llevado a algunos a emparentarla a la de Sergio Chejfec, es decir una donde hay más reflexión y descripción, donde un hecho puede ser un mundo. Hay además otro registro más poético, que son textos más breves de dos párrafos, que sirven de nexo entre capítulo y capítulo. Y el último tono es el visual, que está dado por fotografías adredemente desenfocadas de María Aramburu. Todo esto es La vuelta al perro.
Lo único objetable de este libro surge a partir del lugar político que ocupa la enunciación a la hora de hablar de las medidas sanitarias tomadas por el gobierno –y de todos los gobiernos en el mundo– durante la pandemia. En el caso de un pueblo pequeño, como el que retrata, las medidas llegaron al bloqueo de calles. Es cierto que, a la luz del tiempo, bloquear calles en un pueblo rural de trescientas personas suena delirante e incluso imbécil, pero como no hay toma de posición, la interrogante persiste, y es lo único que molesta en la lectura de este libro. “Volví de Chile antes de que impusieran la cuarentena en ambos países”, escribe Rimsky, “y los vecinos me denunciaron”. Mi impresión es que uno de los aciertos de este libro, esto es que la pandemia opera como fondo y como forma en la que se despliega la escritura, impide determinar el lugar político de esa enunciación, porque al ser fondo y forma no requiere una definición. Pero más allá de eso, es indudable que editorial Tenemos las Máquinas agenció un libro que viene a enriquecer su colección de no ficción, libro que además calza perfectamente con los de Ricardo Piglia, Luis Gusmán y Luis Sagasti.
El otro libro que voy a comentar en realidad no es un libro, es menos que una plaquette, es un folleto que lleva por título ‘El monocromo del molinero’, que en la última muestra de Fabio Kacero, curada por Francisco Garamona (poeta y editor de Kacero en Mansalva), se entregó a los que asistieron a la inauguración. La idea era que ese cuento sirviera de lectura complementaria para un cuadro lateral a la muestra, que ya el artista había exhibido con anterioridad. La parte principal del Campeón de los fantasmasestá formada por las clásicas firmas de artistas, vivos y muertos, que Kacero desde hace un tiempo recrea, imitando la grafía original, con una habilidad única. El cuadro en cuestión es un monocromo rosa y, al igual que un video, rompe con esta parte principal, con una belleza inusitada.
En la historia de la literatura la figura del artista ha sido bastante tematizada: en La obra maestra desconocida, de Balzac, se abordan los tres estadios de lo que un pintor puede ser: principiante, consagrado y genio. Balzac exhibe estos estadios en tres personajes. La acción arranca con el maestro (Frenhofer) yendo a visitar a su exdiscípulo (Pourbus), que en ese momento le va bastante bien; es conocido, la aristocracia le encarga obras y tiene un buen pasar. En el estudio de Porubus, Frenhofer observa una pintura y se anima a hacerle una crítica: “Has flotado indeciso entre los dos sistemas, entre el dibujo y el color, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa de los viejos maestros alemanes y el ardor deslumbrante, la feliz abundancia de los pintores italianos. Has querido imitar a la vez a Hans Holbein y a Tiziano, a Alberto Durero y a Pablo Veronés”. Frenhofer, por su parte, lleva años tratando de hacer una obra maestra, y en un momento decide mostrarla. La clave del relato está ahí, en determinar si esa pintura es o no una obra maestra y bajo qué códigos.
Se puede decir que Kacero dialoga con este relato de Balzac, ya que cuenta la historia de un molinero, al que un 13 de junio de 1641 se le aparecen unos espíritus y le encargan la misión de tomar los pinceles y ponerse a pintar. El molinero, como no sabía nada de pintura, se muestra a la defensiva, pero los espíritus lo calman diciéndole que “nosotros trabajaremos a través de tus manos”. El molinero le comenta lo sucedido a su mujer en la cena, y ella le dice que si la pintura no entorpece su labor en el molino no tiene inconvenientes: “Los meses fueron pasando, y a la vez que los cuadros se acumulaban yo iba familiarizándome y conociendo mejor a mis guías espirituales, que no eran ni dos ni tres, sino… ¡cinco!”. Pese a ello, el molinero seguía sin saber nada de pintura, por lo que era incapaz de valorar su trabajo, de hecho no se animaba siquiera a llamarlo arte.
Pero un día el famoso pintor de la ciudad llegó a visitar al molinero, atraído por las noticias de que había un pintor-molinero. El famoso pintor “se quedó quieto en su silla observando las pinturas, hasta la última (hacía un leve gesto con la mano cuando quería que ponga otra ante su vista), y en todo el tiempo en que estuvo ahí, se mantuvo callado, sin hacer ningún comentario”. Después hubo un breve diálogo y el famoso pintor se despidió con una expresión ingrávida. Aquí me permito una interpretación, y es que aquí Kacero, intuitivamente (porque no ha leído el texto de Balzac), plantea una equivalencia entre el pintor famoso (Pourbus) y el maestro (Frenhofer), pero lo hace con una sutileza tal que uno entra a dudar cuál es la historia original, y digo esto, porque la historia de Kacero está –y aquí hay que entender la exageración como énfasis– mejor resuelta en términos artísticosque la de Balzac, ya que termina la mujer del molinero quemando todas las pinturas, luego de que su esposo se desmayara sobre ellas y terminara con fiebre por varios días.
Sin embargo, cuando el molinero se recuperó y fue a comprobar que todas sus pinturas habían sido quemadas, descubrió que detrás de un mueble había sobrevivido una pintura. Bueno, precisamente esa pintura es la que pueden encontrar en la muestra de Fabio Kacero en Ruth Benzacar, y de paso conseguir –si aún quedan– un bonito folleto en donde está este cuento. Ahí podrán determinar si las pinturas del molinero eran obras maestras o no. Personalmente considero que el cuento de Kacero es una pequeña obra maestra, un cuento que no sólo habla de la figura del artista, sino que remite a una obra de arte. Ruth Benzacar, quizá sin pretenderlo, ha publicado uno de los mejores cuentos del año.
Y para terminar, contaré una infidencia: cuando estaba terminando esta nota y como quería sacarme una duda, contacté al curador, quien me derivó al artista, quien me contó la historia a su vez del monocromo rosa. Sucedió hace unos años, antes de la pandemia. Kacero deambulaba por San Telmo, buscando algo, de pronto enfiló hacia el mercado de ese barrio y allí encontró un cuadro, con un enmarcado tosco. Le gustó, y en su taller lo fue pintando y pintando encima, hasta que dio con el monocroma rosa. Lo interesante es que el cuento, esa otra belleza pagana, lo había escrito antes.
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Gonzalo León
Es escritor y periodista. Ha publicado novelas, libros de crónicas y de cuentos. Su última novela es Serrano (Mansalva). En Twitter es @gozaleon