La literatura es otro espacio ganado por las mujeres después una larga historia de desigualdades e indiferencias. Las nuevas voces, surgidas de editoriales independientes, marcaron el camino para que la industria editorial se ajustara al cambio de época. Cuál es la narrativa, crónica, autoficción y poesía escrita por argentinas que marca el presente.
La escritora y el gaucho
La anécdota cuenta que el escritor Manuel Mujica Láinez (Buenos Aires, 1910 – La Cumbre, 1984) llegó tarde a una celebración donde los invitados lo esperaban ansiosos. Silvina Bullrich (Buenos Aires 1915 – Ginebra 1990), autora de varios best sellers de la época, se lo reprochó delante de todos. Mujica Láinez la miró y le dijo: “Calláte, vos, gaucho con concha”.
Eran amigos, el tono fue distendido. La salida rápida y venenosa del autor de Bomarzo, como todo chiste, dice mucho de la época y de la sociedad que lo enmarca. Bullrich provenía de una de las familias más aristocráticas y terratenientes de la Argentina, pero además confesaba odiar las muñecas y para sus cumpleaños pedía flechas, cañones, soldados de plomo. Sin embargo, para conocer a los integrantes del Grupo Sur (Bioy estaba en aquella celebración) tuvo que ser introducida por Mujica Láinez. Al llamarla gaucho, de algún modo la estaba empoderando.
¿Cuántas mujeres participaron de Sur? Las Ocampo, Alicia Jurado, Estela Canto, María Rosa Oliver. ¿Hubo muchas más?
En sus clases sobre Borges, Ricardo Piglia (Adrogué, 1941 – Buenos Aires, 2017) afirma que la literatura argentina sólo tuvo dos aportes a la literatura universal. Uno es el propio Borges; el otro, la gauchesca. ¿Cuántas autoras de gauchesca conocemos? ¿Quiénes fueron las primeras escritoras argentinas del siglo XIX (el de la generación del 80) en obtener reconocimiento por su obra? Eduarda Mansilla, Juana Manso… ¿Hubo muchas más?
El siglo XX cambió las cosas, pero no demasiado. Los varones podían dedicarse al periodismo, la escritura y el ensayo, participaban como jurados en los certámenes literarios, ganaban premios, fundaban o integraban grupos como Florida (dos mujeres) o Boedo (cero mujeres). Las mujeres tenían que pelearla el doble.
El Premio Nacional de las Letras, creado en 1913 por la Secretaría de Cultura y ganado por Borges, Bioy Casares, Mastronardi y Viñas, recién fue otorgado a una mujer en el año 1972: María Granata, por Los viernes de la eternidad. La extraordinaria novela Eisejuaz (1971), de la tan vigente hoy Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931-1988), no tuvo ni cerca la repercusión y las lecturas que tendría a partir de 2001, cuando la novela fue señalada para integrar la Colección de la Biblioteca Argentina de Clarín por el dedo de un hombre: Ricardo Piglia. Más acá en el tiempo, para relanzar la carrera de Hebe Uhart (Moreno, 1936 – Buenos Aires, 2018) ayudó bastante que Fogwill dijera: “Es el mejor narrador argentino (sic)”.
En cambio, cualquier lector o lectora intensa sabe que, desde hace unos años, mucho de lo mejor que se publica en Argentina en narrativa, crónica, poesía o autoficción, está firmado por mujeres.
Los años 2000
Poco antes de los movimientos #NiUnaMenos (2015) y #MeeToo (2017) hubo varias escritoras que, sin proponérselo, hoy podrían ser vistas como “punta de lanza” para la apertura que vino después de aquellos movimientos que lo cambiaron todo. Casi todas surgieron de editoriales independientes que apostaron por sus narrativas.
A principios de los 2000, en medios gráficos locales y latinoamericanos, Leila Guerriero (Junín, 1967) y Josefina Licitra (La Plata, 1975) ya producían las crónicas que las consagrarían como maestras del género.
En el año 2006, la escritora, periodista e investigadora Florencia Abbate (Buenos Aires, 1976) compiló, editó y prologó los cuentos de Una terraza propia – Nuevas narradoras argentinas (Norma). Participaron varias escritoras que continúan publicando en la actualidad, como Yamila Begné, Ana Quiroga o la poeta Andi Nachón, por citar solo tres.
Por esos años Romina Paula (Buenos Aires, 1979) hizo de todo: escribió teatro, actuó en cine, publicó todas sus obras en el sello Entropía. Agosto (2009) fue finalista del premio Nueva Novela de Página/12. En 2012, todos hablaban de un libro poderoso y extraño: El viento que arrasa (Mardulce), de Selva Almada (Entre Ríos, 1973). También en aquel comienzo de década, la escritora Ariana Harwicz completaba una trilogía, que era a la vez la consumación de un estilo: Matate, amor (2012), La débil mental (Mardulce, 2014) y Precoz (Mardulce, 2015).
Literatura gender fluid
Recientemente, Samantha Schweblin (Buenos Aires, 1978), Gabriela Cabezón Cámara (San Isidro, 1968) y Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) fueron preseleccionadas para el International Man Booker Prize 2020. Enríquez había ganado el Premio Herralde por su novela Nuestra parte de noche; Schweblin obtuvo tantos premios que enumerarlos se llevaría buena parte de esta nota.
Y Cabezón Cámara, muchas décadas después de la anécdota entre Mujica Láinez y Silvina Bullrich, finalmente le puso concha al gaucho.
Su novela Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017) trasviste el texto fundacional de la literatura vernácula: narra el viaje de la mujer de Martín Fierro desde la “civilización” a la “barbarie”: “El desierto —siempre había creído yo que era el país de los indios, de esos que entonces nos miraban sin ser vistos— era parecido a un paraíso”. Con una prosa recargada y envolvente desestabiliza la operación de Hernández al dividir a los pretendidos civilizados de los supuestos bárbaros. Las aventuras… propone que todo sea “fluido”, las categorías políticas sarmientinas y el género: la China Iron a veces es varón y otras mujer.
La autoficción más importante (y esperada) de la década fue Black out (Random House, 2016), de María Moreno (Buenos Aires, 1947). Intelectual y periodista de larga trayectoria, actual titular del Museo del libro y de la lengua, su libro es la apropiación personal de una Buenos Aires que ya no existe. La de fines de los 60 y los 70. Con su característico fraseo neobarroso, nutrido tanto de referencias populares como de Lacan, Moreno retrata en el libro los dos vínculos más fuertes que tuvo durante esa época: el que forjó con los escritores e intelectuales en el café La Paz, y su vínculo con la ginebra.
Era la única mujer admitida en las tertulias. Con el tiempo, los varones fueron muriendo; ella, la varonera, los sobrevivió para escribirlos. Miguel Briante, Norberto Soares, Claudio Uriarte, Charlie Feiling: como señala el escritor Alan Pauls, Black out está sembrado de cadáveres menos como “memoir elegíaca o requiem personal” que como “manual de instrucciones encarnado de una ética de supervivencia”.
Belén López Peiró (Buenos Aires, 1992) también escribió el suyo. Por qué volvías cada verano (Madreselva, 2018) es una novela de no ficción que contiene fragmentos de expediente, retazos de escenas familiares y diálogos íntimos, intervenciones de profesionales y testigos: la polifonía del pueblo chico organizada por la narradora para contar el infierno grande que vivió cuando fue abusada por un tío y lo denunció a la justicia. Su manera de sobrevivir a esa experiencia fue escribirla.
Con su incursión en el policial negro, Melina Torres (Rosario, 1978) aportó un bienvenido soplo de aire fresco al género. En Ninfas de otro mundo (Ivan Rosado, 2016) ofrece una nouvelle y dos relatos a partir de una voz narrativa singular, poética y áspera, la de una policía rosarina inolvidable: “Silvana Aguirre tenía más olfato que un galgo, una entereza a prueba de coimas, el mejor puntaje en tiro al blanco y una debilidad: las rubias tetonas”.
Por úlimo, y solo por una cuestión de espacio, vale recordar que la novela familiar gastronómica Los sorrentinos (Sigilo, 2018), de Virginia Higa (Bahía Blanca, 1983), va por la sexta reedición. “El raviol no es una entidad definida, existe en la acumulación. Decir ‘comí un raviol’ es una cosa absurda, un sin sentido. Un sorrentino, en cambio, es un ente en sí mismo”.
Editoras que publican escritoras
Jorge Álvarez, Francisco Porrúa, Luis Chitarroni, Enrique Pezzoni, Daniel Divinski, Juan Forn. Sudamericana, Planeta y los otros sellos grandes siempre tuvieron detrás a muy buenos editores, todos varones. ¿Qué editoras influyentes podríamos citar de memoria?
El catalógo de Eterna Cadencia incluye, entre muchísimos títulos, desde la reedición de ensayos fundamentales de autores como Walter Benjamin (Berlín 1892 – Port Bou 1940) o Theodore Adorno (Frankfurt, 1903 – Suiza 1969) a ficciones argentinas inhallables como El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza o El traductor, de Salvador Benesdra, pasando por el primer texto que usa lenguaje inclusivo (Vikinga Bonsái, de Ana Ojeda) y la publicación de la primera novela de Cabezón Cámara, La vírgen cabeza (2009). Todo ello es el resultado del trabajo meticuloso y productivo de una mujer: la editora Leonora Djament.
Ciertas editoriales, fundadas por autoras reconocidas, están dedicadas exclusivamente a leer y publicar escritoras, como Concreto Editora o Rosa Iceberg. No es raro que las independientes tengan más mujeres que varones en sus catálogos. Tenemos Las Máquinas publicó a Magalí Etchebarne, Olivia Gallo y Melina Dorfman; Odelia Editora a Adriana Riva, Melina Pogorelsky y Luz Vítolo, entre otras.
Otras voces, otra época
Se sugirió antes que, como lectores, tenemos la sensación de que mucho de lo mejor que se publica hoy está escrito por mujeres. Alguien podría objetar que se trata de un efecto derivado de que el mercado editorial por fin las incluyó de manera igualitaria en sus radares y en sus páginas.
“Las mujeres tienen mucho que decir”, afirma Mariana Skiadaressis (Buenos Aires, 1978), “porque nunca antes tuvieron tanto lugar en la literatura. Hasta hace algunas décadas muy pocas mujeres eran tomadas en cuenta porque la literatura era cosa de hombres, de pitos que leen pitos: una especie de camaradería que despreciaba la literatura escrita por mujeres por considerarla banal, superficial o poco interesante. Esto se puede pensar desde el canon de la literatura universal hasta el micro mundillo literario argento (…)”. La autora de La felicidad es una lugar común (Entropía, 2018) sostiene que “la mujer escritora era una excepción, un error, un descuido (o algo tan grande que no se podía ocultar, como Lispector o Sor Juana, por decir algo)”.
Por su parte, Soledad Urquía (Córdoba, 1983) reconoce que en un momento se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no leía un libro escrito por un varón. Según la autora de Mamá India (Tenemos Las Máquinas, 2016) no fue un acto consciente de su parte, pero marca un claro cambio de época. “De más está decir que me parece buenísimo que una escena que históricamente estuvo tomada por varones heterocis ahora dé prioridad a otras voces”, dice Urquía.
La poeta y creadora de Paisanita Editora, Gabriela Luzzi (Rawson, 1974) prefiere alejarse de establecer jerarquías al momento de hablar de literatura, y señala además otras exclusiones. “Las lógicas del sistema heteropatriarcal imponen criterios de calidad que provocan que se invisibilice la producción no sólo por cuestiones de género, sino también por cuestiones de raza, de clase. Yo, cuando empiezo a leer, establezco una relación con ese texto creado por otra persona: ¿Cómo resuena en mí? Desde la comunidad de editoriales independientes trabajamos para que la diversidad de voces sea posible”.
Nuevo panorama
En el mundo pre COVID-19, era fácil comprobar que las escritoras iban ganando terreno con solo observar los títulos que cada mes ocupaban las mesas de novedades y las vidrieras en librerías. Algunos de ellos fueron verdaderos sucesos editoriales, como Las malas (TusQuets, 2019), de Camila Sosa Villada o Cometierra (Sigilo,2019), de Dolores Reyes.
Los lanzamientos de los últimos meses demuestran que la tendencia se mantiene y vino para quedarse.
Larga distancia (Concreto, 2020) es el primer libro de cuentos de Tali Goldman, que indaga en el universo de las mujeres adultas mayores con un registro agridulce, entre el humor ácido y la ternura.
Las fotos (Paisanita editora, 2020), de Inés Ulanovsky, comienza con el descubrimiento de una foto, tomada por la narradora en el atentado a la AMIA, en la que identifica a un fotógrafo que años después sería su marido.
Cuentos para conjurar el dolor: La lógica del daño (Odelia editora, 2020), de Luz Vítolo: “Si pedaleás rápido, muy rápido, se te levanta el vestido. Tratás de ser cuidadosa, pero te gusta la velocidad”. Y una novela que cuenta el dolor desde adentro, la enfermedad y los meses previos a la muerte de la pareja de la narradora en Todo nos sale bien, de Julia Coria, también de Odelia Editora.
La excursión a una zona poblada por los fantasmas del pasado y rodeada de vecinos inquietantes: ésta es la atmósfera de Transradio (Cia. Naviera Limitada, 2020), primera novela de Maru Leonhard.
En poesía, Luzzi recomienda a Noe Vera y Josefina Bianchi; Skiadaressis dice que la poeta Alicia Genovese “arma estructuras sólidas con retazos de lenguaje de manera virtuosa”; Soledad Urquía menciona El monopolio de la sensibilidad (Caleta Olivia), un libro de poemas de Marina Gersberg sobre el puerperio.
Pocos poemarios cosecharon tantos elogios y fueron tan divulgados por el boca en boca como La casa de la niebla (Ediciones del Dock), de Elena Anníbali, que empieza así: “señor, vos le diste a mi hermano un ford falcon rojo / para llegar a la casa de la niebla”.
Como en cada apartado de esta nota, la selección aquí hecha es incompleta, injusta, apenas un recorte arbitrario y módico de todas las escritoras en actividad. Por suerte, podemos decir: hay muchas más.
Queda por mencionar la novedad literaria para este septiembre pandémico: acaba de salir No es un río (Penguin Random House), de Selva Almada. En algunas librerías, me dicen, ya está agotado.