En las historias de Magalí Etchebarne hay familias fundadas en mentiras, en mandatos o en casualidades. La voz de estos relatos se debate entre la perspectiva sorprendida de una niña y la de una mujer que vive y que desea en silencio. La narración nos sumerge en la amenaza constante, de la lluvia, de la pérdida y de salirse del guión de la vida. Ofrecemos una reseña de Los mejores días, seguida de un cuento de la autora.
“Papá propuso llevarnos de paseo para cambiar de aire. Me sacaron una foto en El Embudo, un dique en el que papá dijo que la gente se suicidaba”.
Una nena, una chica, una joven, una mujer, madres, tías, abuelas viven en un mundo definido por relaciones de familia que determinan y amenazan al propio ser. Familias fundadas en mentiras, en mandatos o en casualidades. La tensión y la árida mirada de la crudeza recorren los cuentos de Magalí Etchebarne reunidos en Los mejores días.
La voz de estos relatos se debate entre la perspectiva sorprendida de una niña y la voz seca de una mujer que vive y que desea en silencio. Una mujer que lidia entre el miedo y el placer de un mundo donde la felicidad es inseparable del desconcierto. La protagonista piensa que los ñoquis fritos de miel y nueces que hace su tía Perla son de una receta ancestral, pero después descubre que fueron sacados de la revista Para Ti (“Como animales”). Piensa que su abuela dice una metáfora cuando afirma que el amor ‘se prende fuego en el living’, pero después se entera de que su bisabuelo literalmente había incendiado la casa (“Buena madre”). Piensa que la nuez de Adán es una rareza tenebrosa y se pone a llorar, pero su cuñado la alza para consolarla y le da un beso en la boca (“Nuez de Adán”).
La ambivalencia, el clima de amenaza y de espera, donde la espera se confunde con el deseo, es la marca de agua de Los mejores días. Los cuentos construyen un recorrido personal en el pasaje de la niñez impactada a la adultez intensa. Y muestran constantemente un punto de fuga de la familia, del amor, de la vida. Todas las situaciones festivas y celebraciones son opacadas por un detalle. La lluvia que arruina el asado en el balcón, la fuga del novio momentos antes de la fiesta cumpleaños de la protagonista, la llegada de intrusos a la casa de veraneo en familia, la culpa durante un paseo en barco, los nervios en una reunión entre parejas con hijos recién nacidos, el enojo atragantado de una madre en plena excursión.
Los personajes recorren caminos que no brillan pero son de bronce, caminos decorativos y retorcidos que complican la llegada, caminos desolados y motores que no arrancan, rutas, precipicios, barcos que aceleran y -dice la protagonista de “Que no pase más”- "autopistas internas en las que no puedo frenar ni desviarme". Si, como dijo Virginia Cano en una fascinante exposición[1], “los vínculos son fuente de dolor, de incomodidad, de malestar, de exposición, de una vulnerabilidad que no se nos quita”, esto es lo que se ve a rajatablas en los cuentos de Etchebarne. La incomodidad se torna imaginación de una protagonista que descubre el desencanto paso a paso, y que se relaciona con su alrededor mediante el deseo y la inquietud.
Por momentos, pareciera que crecer, vivir, significa asumir un mandato que oprime y un deseo imposible, por vergonzoso, secreto, indecible. Un deseo que se torna muerte, propia y ajena, concreta o fantasía. La escapatoria está en ese futuro ideal que se desvía de lo correcto, esos días fantaseados con el amante mayor que se está recuperando de las drogas, que tiene una hija viva y una esposa muerta. Un hombre que desea y que vive en la playa, donde tiene un bar, como aquel otro novio de otro cuento, de otra etapa, que se vuelve loco, falto de razón, que huye, se escapa y después vuelve para vivir ido en el presente.
Estas historias están marcadas por un "amor compacto", embalado, imperado, un amor aprendido de memoria, por repetición. Un amor que tiene un lenguaje preestablecido y distante “hola mi amor, hola hermosa, hola linda, y así” (“Buena madre”) y que está plagado de coreografías de la vida cotidiana. Y los mejores días son una promesa, tanto de futuro como de pasado. Esos días están, por ejemplo, en la propuesta de un amante oculto con que Clara vive otra vida o “una forma de no animarse a vivir”. Están también en los chistes que no causan risa, pero no porque son malos sino porque son cruentos. Están en la vida de Ana y ese “show alucinado que monta para disimular la falta de amor total” (“Jinete inexperto”). Están en las fotos rozagantes del pasado: “Mamá se ríe, pero yo me acuerdo de la verdad”, dice la narradora de “Tsunami”.
Mientras maneja por las sierras de Córdoba para llegar al destino vacacional, el papá de la protagonista hace un chiste: perdió los frenos y toda la familia caerá por un precipicio. La mamá no se ríe, la hermana tampoco. La protagonista observa. La narrativa de Etchebarne descose las escenografías y se sumerge en la amenaza constante, de la lluvia, de la pérdida y de salirse del guión de la vida. Las mujeres de estas historias miran de costado. Y piensan y miran y callan. Y ahí, donde está el sentido de los silencios femeninos, está también el poder de la escritura.