Ricardo Piglia (1941-2017)
Por Luis Chitarroni
La noticia me aturde. Habíamos hablado hace poco con Beba. Del optimismo de Ricardo. Era algo que transmitía, las mejores instrucciones para escribir en el país compartido eran ese optimismo nada servil, bárbaro en alguien tan educado. Ese optimismo cuyo último domicilio fueron los ojos. Como una vigilia de guardia ese optimismo –y su generosidad– nos había mantenido en contacto sin la exigencia de encuentros durante cuánto… ¿Treinta años?
En ellos, mi gratitud debe de haber reemplazado de a poco mi admiración hasta que, hace unos días, cuando presentamos Escritores norteamericanos, el libro que publicó Tenemos las máquinas, estalló. La guía sin tutela ni mandatos de Ricardo, única. Los modos y los gestos de dirigirse a algo y a todo. No una insinuación ni una alusión ni un sobrentendido, exactamente, sino algo que implicaba por extensión todo eso.
Un modo Ricardo, un modo Piglia, una mezcla de método y estilo y compañía y acompañamiento. Un modo y un estilo de, sabiéndonos solos, saber que somos, que estamos, que vamos a seguir, sin necesidad de juntar firmas, juntándonos en palabras y en actos y esquinas y cafés desmantelados, sin tampoco los rígidos santuarios de la buena conciencia, sin la impostura de la modestia. (Y, mientras tanto, pienso yo en los obituarios confeccionados profesionalmente con anticipación, los dudosos, por decir algo, homenajes, tratando de encontrar las palabras con que nos despedimos de lo que nunca hubiéramos querido).
Una clave, un fraseo, una melodía pigliana. Piglia, que él decía (¿dialecto?), proviene de “ladrón”. Que me regaló tantos libros como para que, en caso de que la gratitud hubiera sobrepasado la admiración, tendría que reduplicarlas ahora yo a ambas para tener el alma en paz. Con el título de estas palabras que quieren despojarse de la histeria dramática de la que nos preservaba la pesadilla de la enfermedad, la porquería sin atenuantes de la postración.
“El desvalimiento de las despedidas” lo extraigo de Los diarios de Emilio Renzi, el Renzi, que es Pavese y Gramsci y Piglia y la literatura hasta los bordes, en los bordes. Una frase que encuentro como al pasar con el horror expectante de no saber qué se hace. Un sueño de él en el que los buitres se limpian los picos en su barbilla o en su barba. Un sueño que tiene la eternidad suficiente que exige la literatura hasta que la mañana de mañana nos recuerde que los días en que uno despierta sin un amigo tratan, si la noche nos ha protegido, para atenuar el destino elegíaco de esta vida puerca, de deslizarse sin ruido en la memoria angustiada.