Una mujer se va a vivir junto con su marido y su pequeña hija a un pueblo anclado entre sierras y arroyos. Hace tiempo inició un camino espiritual en la práctica del yoga y el estudio de textos orientales. Medita todas las mañanas y lleva un diario en el que registra esos momentos, las técnicas de respiración, hacia dónde van sus pensamientos o su deseo, como también el día a día en el valle.
El silencio de las montañas propicia un espacio ideal para que ella pueda ahondar en su paisaje interior, a veces placentero, por momentos vertiginoso. La posibilidad de continuar con su vida espiritual siendo madre se vuelve una inquietud constante.
En su primer libro, Mamá India, Soledad Urquia nos había presentado su interés por la búsqueda del sentido con una mirada simple y conmovedora. En La luz y la montaña vuelve a adentrarse en las empinadas encrucijadas de la mente, y con una prosa lúcida y sutil reafirma esa búsqueda como un modo de estar en el mundo.
Con una voz que resuena a Natalia Ginzburg y a Emmanuel Carrère, en un tono propio dubitativo y gentil, cada entrada de este diario se presenta como una revelación.
Este nuevo libro de Soledad es una obra admirable de gran entrega sobre el aspecto más íntimo, y por eso más riesgoso y vulnerable, de los seres humanos.
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Mercedes Halfon: «Un diario sembrado de reflexiones que nos iluminan, nos bajan a tierra, pero sobre todo, nos dejan imantados, como en ese sutil encantamiento que ejercen algunos paisajes.»
Tamara Tenenbaum: «La narradora de Soledad está en una búsqueda de disolución del yo, y se encuentra con los límites de esa búsqueda: una hija que la necesita a ella, la singularidad absoluta de la experiencia de maternidad.»
Victoria Gabaldón: «Con una voz liviana y profunda, Soledad Urquia ahonda en el aparente conflicto existente entre crianza y espiritualidad, pero también entre cuidados y escritura, como lo hicieron otra autoras como Tillie Olsen, Natalia Ginzburg o Jane Lazarre.»
Santiago Díaz Benavides: «Urquia es rigurosa, vulnerable, milimétrica en la referencia y la entrega que hace de cada palabra escrita, de los aspectos más íntimos, los más humanos.»
FRAGMENTO
Miércoles
Hace diez años que lo primero que hago al despertar es sentarme en silencio por un lapso que fue oscilando a lo largo del tiempo entre los quince y los cuarenta minutos. Cuando nació mi hija Aurora, hace cuatro años, pensé que no iba a poder sostener el hábito. Sin embargo, a los pocos días del parto empecé a meditar mientras ella dormía, a veces con ella a upa o pegada a mi cuerpo, aunque la mayoría de las veces trataba de apoyarla en la cama un poco alejada de mí. La práctica suele ser un momento íntimo, y en el puerperio solo durante esos minutos me permitía a mí misma escaparme de la fusión total con mi bebé. De a poco y a medida que ella fue creciendo, me volví experta en calcular a qué hora iba a despertarse para poder poner una alarma cuarenta minutos antes. Saltaba de la cama en silencio y me escabullía a otra habitación. Prendía un sahumerio o un palo santo y una velita. Lo que más me gusta es meditar cuando está amaneciendo, es decir, habitar el umbral entre la noche y el día en estado de silencio o con esa intención. Descubrí que hacerlo en ese momento preciso, recién despierta y con la panza y la mente relativamente vacías, facilita la práctica.
Muchas veces el llanto de mi hija me interrumpió. Ahora, algunos días aparece caminando mientras medito, se trepa a mi cuerpo en posición de loto y me abraza antes de empezar a hablarme.
Algunos sábados, domingos o feriados me vuelvo indulgente y deliberadamente no me levanto a meditar. La cualidad de los días en los que no medito suele ser distinta, sutilmente más acelerada y con una mayor tendencia de mi parte a reaccionar.
A veces me pregunto si la meditación es un hábito que se volvió automático y si tiene sentido seguir haciéndolo. De todas maneras, lo que siempre me gustó de la práctica es su sinsentido o, al menos, la carencia total de objetivo o de alguna promesa. Meditar todos los días con honestidad y dedicación no asegura ningún resultado: los efectos pueden ser inesperados, diversos o nulos.
Hay un poema de Simone Weil que me conmueve cada vez que lo leo.
El deseo de luz produce luz.
Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención.
Es realmente la luz lo que se desea
cuando cualquier otro móvil está ausente.
Aunque los esfuerzos de atención
fuesen durante años aparentemente estériles,
un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos
inundará el alma.
Cada esfuerzo añade un poco más de oro
a un tesoro que nada en el mundo puede sustraer.
Me encanta la definición de la meditación como «esfuerzo de atención», no solo por su precisión y exactitud sino también porque no es pretenciosa ni New Age. Pero cada vez que comparto este poema con amigos meditadores, algo me hace un poco de ruido. ¿El esfuerzo que hacemos para meditar tendrá necesariamente una recompensa? ¿No estamos replicando la lógica occidental de causa y efecto, de premios? Para mí, lo más interesante de la práctica es la idea de hacerla sin esperar nada.
*Accedé a la charla sobre el libro a cargo de Malena Higashi con la autora.
ISBN: 978-987-3633-29-4
Número de páginas: 144
Año de publicación: 2021